David Rubio, 02/07/2025. Psicología y Mente
Cientos de libros, películas y documentales sobre el nazismo después, todavía constituye un “pasado desconocido”: casi nadie olvida “la gran catástrofe ocurrida en el corazón de Europa” a mediados del siglo XX, pero pocos, también, parecen haberla comprendido. Porque “los crímenes más execrables” de la historia reciente de la humanidad no fueron permitidos, favorecidos y cometidos por “monstruos infernales” con un “gen especial para el mal” (como aún creen muchos), sino por personas normales, comunes y corrientes, “amorosos padres de familia, empleados y trabajadores honestos y laboriosos, burgueses respetuosos con la ley”.
¿Y por qué? ¿Cómo es posible que una persona normal (sí, como tú o yo) participara en el mayor horror de la historia contemporánea? Porque el estado totalitario del nazismo banalizó al mal, normalizó (y legalizó) el crimen de forma que la gran mayoría de ciudadanos “normales” que vivían en ese régimen no solo toleraron el mal, sino que lo apoyaron, lo difundieron… y lo ejecutaron “sin ‘saber’ lo que (realmente) hacían”. ¿Y por qué no sabían lo que hacían? Porque no pensaron, no reflexionaron, no dialogaron con su conciencia, perdieron la facultad del juicio (moral).
Así pues, “la banalidad del mal no hace referencia a otra cosa que a la abdicación de la persona de su responsabilidad de confrontarse reflexivamente con los propios actos y sus consecuencias y someterlos al tribunal de la conciencia”, porque “Eichmann no era estúpido, (ni siquiera “malo”:“a pesar de los esfuerzos del fiscal, cualquiera podía darse cuenta de que aquel hombre no era un «monstruo»”), “únicamente la pura y simple irreflexión —que en modo alguno podemos equiparar a la estupidez— fue lo que le predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo”.
La banalidad del mal: erradicar la capacidad de pensamiento (puro) del ciudadano para normalizar el crimen

El 11 de mayo de 1960 Adolf Eichmann fue secuestrado por el Mossad mientras permanecía oculto en Argentina. Se trataba de uno de los pocos altos cargos nazis que habían logrado escapar tras el final de la II Guerra Mundial. Responsable de la logística del traslado de deportados a los campos de concentración para su asesinato, Eichmann fue sometido a juicio en Israel pocos meses más tarde. Y allí estaba Hannah Arendt (1906 – 1975) como reportera del New Yorker.
Como experta en el estudio acerca del totalitarismo (había publicado en 1951 Los orígenes del totalitarismo) y su experiencia de primera mano durante el régimen nazi, la filósofa e historiadora alemana se propuso escribir un libro sobre el proceso que terminó convirtiéndose en una de las obras cimeras del pensamiento del siglo XX: Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal.
En ella se hace un análisis de la personalidad de Eichmann, del aparato burocrático y legal del nazismo, así como del propio proceso judicial que terminó por condenar al recluso a la horca el 1 de junio de 1962.
El totalitarismo nazi legalizó (y normalizó) el crimen, banalizó el mal

Como señala el Doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de Hamburgo Marco Estrada Saavedra en este estupendo artículo sobre la obra de Arendt “en un mundo social corrupto moralmente, el que fuera el encargado de la organización de la logística de transportes del Holocausto, no se sentía, ‘culpable’: una y otra vez repetía en el tribunal que no tuvo «ninguna relación» con la «matanza de judíos»”. De hecho, afirmaba que había sido un ciudadano fiel cumplidor de las leyes, incluso habiendo respetado el imperativo categórico kantiano, cumpliendo con su “deber”.
Y aquí está el quid de la cuestión para Arendt, esta es la banalidad del mal. Realmente tipos “normales” como Eichmann (que fueron los que realmente sostuvieron el nazismo durante más de una década) creyeron que cumplían con su deber, porque estaban respetando la ley… (literalmente), la ley del nazismo. Y aunque la norma dijese “debes participar en la matanza de judíos”, era una norma, y un recalcitrante y eficiente burócrata como Eichmann debía cumplirla.
La terrible conclusión a la que llega Arendt en su obra es que sí, que es posible banalizar, normalizar, legalizar e institucionalizar el crimen, el mal (moral), si se establece un inmenso aparato burocrático que termina por convertirse también en aparato moral: las estructuras totalitarias de un Estado no dominan al ciudadano (solo) a base de terror. No, los ciudadanos nazis no vivían aterrados bajo la tiranía del “demonio” Hitler: permitían, difundían y participaban del mal porque consideraban, no solo que estaban respetando la ley, sino que era su “deber moral”.
Porque la voz de la conciencia no es un sentimiento moral innato y general en el corazón de las personas, se puede manipular, y hasta al “no matarás” que (casi) todos los seres humanos respetan como principio moral esencial, se le puede dar una “pequeña” vuelta: “matarás”.
¿Puede ocurrir un nuevo holocausto? Sí, si dejamos de pensar

En opinión de Arendt la “transmutación (general) de la moral” puede darse en determinados contextos sociales y políticos que caracterizan el totalitarismo a través de la destrucción del juicio que se forma con la conjunción de pensamiento puro, el diálogo de la conciencia y el ejercicio (público) de la libertad de pensamiento.
Eichmann (y millones de alemanes) dejaron de pensar, dejaron de dialogar con su conciencia, dejaron de compartir públicamente sus reflexiones y, por lo tanto, fueron incapaces de emitir un juicio moral (autónomo y libre y, por lo tanto, responsable) acerca de los crímenes más graves de la historia reciente de la humanidad.
Para que algo así vuelva a suceder “tan solo” tienen que darse los mismos ingredientes que expone Arendt en su libro. Pero, atención, a pesar de la insoportable tiranía totalitaria, a pesar del terror que pueda difundir un contexto sociopolítico totalitario que incluso llega a transmutar la moral esencial humana, “la actividad mental no especializada cognitivamente no es una prerrogativa de unos pocos (“profesionales del pensamiento”) sino una facultad siempre presente en todo el mundo”. Por lo tanto, somos responsables de nuestro pensamiento, de nuestro juicio y de nuestros actos. Eichmann fue culpable… aunque no fuera “un monstruo”, aunque “no supiera lo que hacía”.