Pablo Kaplún Hirz. octubre 27, 2025. El Nacional
Imagínese un aula en Puente de Vallecas (Madrid), donde decenas de chicos jamás han visto el mar. En el Instituto de Educación Secundaria Numancia llevaban más de una década sin viaje de fin de curso. Un profesor, David Sicilia, lanzó entonces una idea modesta: tres días en Granada —Alhambra incluida— y un día de playa, con un presupuesto de 238 euros por estudiante.
Las familias no podían permitírselo. El grupo vendió papeletas, organizó actividades y abrió una campaña de crowdfunding. La iniciativa se hizo viral y en pocos días superaron los 8.000 euros, suficientes para que más de sesenta alumnos emprendieran el viaje. Para muchos, sería la primera vez frente a las olas.
Esa travesía, además de una excursión, fue una lección de adaptación: transformar un límite en posibilidad, una carencia en impulso. Y ahí está la metáfora. El cambio climático, en el fondo, plantea lo mismo: aprender a vivir con el calor, la sequía y las lluvias extremas, sin rendirse a la impotencia ni esperar que “otros” solucionen el problema.
Dos orillas, un mismo oleaje
En España, la adaptación avanza entre parques que almacenan lluvia, calles que sustituyen asfalto por sombra y fincas que reinventan su agricultura para ahorrar agua. El país ensaya nuevas formas de habitar el calor, con políticas locales, ciencia aplicada y conciencia ambiental creciente.
En Venezuela, el desafío es doble: el clima aprieta y los servicios básicos fallan. Pero, sin esperar milagros, organizaciones y comunidades han creado estrategias de supervivencia inteligente. Tres experiencias —distintas en escala, semejantes en espíritu— revelan cómo la adaptación puede ser también una forma de dignidad.
En el Bajo Caura, en el corazón de la Amazonía venezolana, Clima 21 trabaja junto a comunidades indígenas Ye’kwana y Sanöma. No construyen represas ni instalan sensores, sino algo más profundo: fortalecen capacidades locales frente a las variaciones del clima y la presión minera. Elaboran materiales educativos en lengua indígena, promueven alertas tempranas comunitarias y documentan cómo el calor, las crecidas y la contaminación amenazan la salud y los medios de vida tradicionales.
Allí, la “adaptación” se traduce en derecho a decidir: agua limpia, alimentos seguros y participación en la gestión del territorio.
2. Fundación Tierra Viva: el agua como frontera del futuro
En regiones como Canoabo (Carabobo), Siquisique (Lara) y el Delta del Orinoco, la Fundación Tierra Viva ha desarrollado el Proyecto AQUA, centrado en la gestión sostenible del agua. Trabajan con comunidades rurales e indígenas —entre ellas el pueblo Warao— instalando sistemas de cosecha de lluvia, filtros artesanales y prácticas de higiene adaptadas a entornos donde el agua escasea o llega contaminada.
Su enfoque combina tecnología simple, educación y organización comunitaria. En contextos donde la infraestructura estatal falla, estos proyectos garantizan agua segura y reducen enfermedades. Son, literalmente, islas de resiliencia hídrica en medio de la vulnerabilidad.
3. Geografía Viva (Mérida): agricultura que se reencuentra con la montaña
En los Andes venezolanos, la ONG Geografía Viva impulsa una red de agricultura sostenible basada en la agroecología. A través de huertos familiares y escolares, abonos orgánicos y microorganismos eficientes, promueven la recuperación del suelo, la soberanía alimentaria y la reducción de la huella hídrica.
El proyecto “Corredores de sostenibilidad socioambiental” articula comunidades, escuelas y jóvenes en la cuenca del río Santo Domingo, formando una generación que entiende el clima no como enemigo, sino como parte de su territorio. En tiempos de crisis y migración, su mensaje es claro: producir sin destruir es posible, incluso en pequeño.
Tres enseñanzas de fondo
- La adaptación es humana antes que técnica.
No empieza con drones o paneles solares, sino con agua potable, alimentos y conocimiento compartido. - El cambio climático no se combate solo desde los ministerios.
Las comunidades organizadas, con el apoyo de organizaciones no gubernamentales y universidades, están generando soluciones replicables y más baratas que los grandes planes nacionales. - Solidaridad como política climática.
El mismo impulso que llevó a los estudiantes de Vallecas a ver el mar se necesita para que un agricultor de Mérida o un pescador warao sobreviva a la próxima sequía. Adaptarse también es apoyarse.
Coda
El crowdfunding del instituto madrileño demostró que un viaje puede cambiar una biografía. Las experiencias venezolanas prueban que una comunidad puede cambiar su destino si encuentra aliados y conocimiento.
El mar no está cerca de Madrid ni de los conucos de Mérida, pero el oleaje de la solidaridad llega igual. Adaptarse, al fin y al cabo, es aprender a abrir caminos —en la escuela, en la selva, en la montaña— para que todos podamos “ver el mar”.
Fuentes consultadas
- Daniela Gutiérrez, El País: “De Vallecas a la playa: un instituto recibe donaciones para financiar su viaje de fin de curso después de más de una década sin poder hacerlo” (16/10/2025).
- ElDiario.es: “Un instituto de Vallecas pone fin a 15 años sin viaje de estudios con una colecta viral” (17/10/2025).
- Fundación Tierra Viva, sitio oficial: www.tierraviva.org.ve y proyectos AQUA en venezuelasinlimites.org.
- ONG Clima 21, informes y comunicados sobre comunidades indígenas del Bajo Caura: www.clima21.net.
- Asociación Civil Geografía Viva, blog oficial: geografiaviva-venezuela.blogspot.com.
- Informes adicionales: Efecto Cocuyo (2024), Madrid365 (2025), Europa Press (2025).
Pablo Kaplún Hirsz coordina la columna Ambiente: Situación y retos que publica regularmente El Nacional.
Email. movimimientodeseraser@gmail.com, web. www.movimientoser.wordpress.com

